viernes, 30 de septiembre de 2011

Ciudad de los Ángeles caídos

                               cazadores de sombras 4 cassandra clare ciudad de los angeles caídos
Alguien está dando muerte a los Cazadores de Sombras del círculo de Valentine, y esas muertes enemistan de nuevo a los Cazadores de Sombras con los subterráneos. Sólo Simon, ahora convertido en vampiro, podrá evitar el enfrentamiento. Mientras, Clary y Jace descubrirán un misterio que les llevará a fortalecer su relación o... a destruirla para siempre.
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EL MAESTRO
—Sólo un café, por favor.
La camarera enarcó sus cejas, dibujadas a lápiz.
—¿No te apetece comer nada? —preguntó. Tenía un acento muy
marcado, parecía defraudada.
Simon Lewis no podía reprocharle nada, pues seguramente
aquella mujer esperaba una propina mejor de la que iba a obtener
por una simple taza de café. Pero él no tenía la culpa de que los vampiros no comiesen. A veces, cuando iba a un restaurante, pedía comida con la única intención de ofrecer una apariencia de normalidad,
pero a última hora de un martes por la noche, con el Vesalka prácticamente vacío, le pareció que no merecía la pena tomarse la molestia.
—Sólo el café.
Encogiéndose de hombros, la camarera recogió el menú plastificado y se marchó a preparar el pedido. Simon se recostó en la dura
silla de plástico y miró a su alrededor. El Vesalka, un restaurante situado en la esquina de la calle Nueve con la Segunda Avenida, era
uno de sus lugares favoritos en el Lower East Side, un viejo restaurante de barrio empapelado con fotografías en blanco y negro, donde
permitían que alguien se pasara el día entero sentado siempre y
cuando fuera pidiendo un café cada media hora. Servían además la
que había sido su sopa rusa de remolacha preferida en una época que
ahora le quedaba muy lejana.
Era mediados de octubre y acababan de instalar la decoración
típica de Halloween, entre la que destacaba un tambaleante cartel
que rezaba «¡Susto o sopa de remolacha!» y un recortable de cartón
que representaba a un vampiro llamado conde Blintzula. En otros
tiempos, Simon y Clary habían encontrado de lo más graciosa aquella decoración festiva de baratillo, pero el conde, con sus colmillos
falsos y su capa negra, ahora no le hacía ni pizca de gracia a Simon.
Simon miró por la ventana. Era una noche gélida y el viento levantaba las hojas que cubrían el suelo de la Segunda Avenida como
si fueran puñados de confeti. Se fijó en una chica que pasaba por la
calle, una chica con una gabardina ceñida por un cinturón y melena
negra agitada por el viento. La gente se volvía a su paso para mirarla. En el pasado, Simon también se quedaba mirando a chicas como
aquélla, preguntándose adónde irían o con quién habrían quedado.
Nunca era con chicos como él, eso lo sabía con certeza.
Excepto que aquélla sí. La campanilla de la puerta del restaurante sonó en el momento en que Isabelle Lightwood hacía su entrada.
Sonrió al ver a Simon y se dirigió hacia él, despojándose de la gabardina y doblándola sobre el respaldo de la silla antes de tomar asiento.
Debajo de la gabardina lucía lo que Clary calificaría como «uno de
los conjuntos típicos de Isabelle»: un vestido corto y ceñido de terciopelo, medias de redecilla y botas altas. En la parte superior de la bota
izquierda llevaba un cuchillo escondido que sólo Simon podía ver;
pero aun así, todos los presentes en el restaurante se quedaron mirando cómo tomaba asiento y se echaba el pelo hacia atrás. Isabelle
llamaba la atención como un espectáculo de fuegos artificiales.
La bella Isabelle Lightwood. Cuando Simon la conoció, dio por
sentado que una chica como aquélla nunca tendría tiempo para un
tipo como él. Y acertó casi del todo. A Isabelle le gustaban los chicos
que sus padres desaprobaban, y en su universo eso significaba habitantes del mundo subterráneo: hadas, hombres lobo y vampiros.
Que llevaran los dos últimos meses saliendo le sorprendía, por mucho que su relación se limitase a encuentros puntuales como aquél. Y
aun así, no podía evitar preguntarse si estarían saliendo si él no se
hubiese transformado en vampiro, si su vida no se hubiese visto alterada por completo.
Isabelle se retiró un mechón de pelo de la cara y lo recogió detrás
de la oreja con una resplandeciente sonrisa.
—Estás guapo.
Simon observó su imagen reflejada en el cristal de la ventana del
restaurante. La influencia de Isabelle se hacía evidente en los cambios que había experimentado su aspecto desde que empezaron a
salir. Isabelle le había obligado a abandonar las sudaderas con capucha para sustituirlas por cazadoras de cuero y a cambiar las zapatillas deportivas por botas de diseño. Que, por cierto, salían a trescientos dólares el par. Además, se había dejado el pelo largo y ahora le
llegaba casi a los ojos y le cubría la frente, aunque ese peinado era
más por necesidad que por Isabelle.
Clary se burlaba de su nueva imagen; aunque, a decir verdad,
todo lo relacionado con la vida amorosa de Simon lindaba con lo
cómico para Clary. Le costaba creer que estuviera saliendo en serio
con Isabelle. Claro estaba que también le costaba creerse que estuviera saliendo a la vez, y con el mismo nivel de seriedad, con Maia Roberts, una amiga de ambos que resultó ser una chica lobo. Y la verdad
era que tampoco entendía cómo Simon aún no le había contado nada
a la una sobre la existencia de la otra.
Simon no sabía muy bien cómo había sucedido todo. A Maia le
gustaba ir a su casa a jugar a la Xbox —en la comisaría de policía
abandonada donde vivía la manada de seres lobo no tenían ninguna
de aquellas cosas—, y no fue hasta su tercera o cuarta visita que ella
se despidió de él con un beso. Simon se había quedado boquiabierto
y había llamado en seguida a Clary para consultarle si debía explicarle lo sucedido a Isabelle. «Primero aclárate con respecto a lo que
hay entre Isabelle y tú —le dijo—. Y después cuéntaselo.»
Pero resultó ser un mal consejo. Había transcurrido un mes y
seguía sin estar seguro sobre lo que había entre Isabelle y él y, en
consecuencia, no le había dicho nada. Y cuanto más tiempo pasaba,
más complicado se le hacía tener que contárselo. Hasta el momento
le había funcionado bien así. Isabelle y Maia no eran amigas y apenas
coincidían. Pero por desgracia para él, la situación estaba a punto de
cambiar. La madre de Clary y su eterno amigo, Luke, iban a casarse
en cuestión de semanas, y tanto Isabelle como Maia estaban invitadas a la boda, un panorama que a Simon le resultaba más aterrador
que la posibilidad de ser perseguido por las calles de Nueva York por
una banda de furiosos cazadores de vampiros.
—¿Y bien? —dijo Isabelle, despertándolo de su ensueño—. ¿Por
qué hemos quedado aquí y no en Taki’s, donde podrías tomarte una
copa de sangre?
Simon se encogió con desagrado ante el elevado volumen de la
voz de Isabelle, que no era sutil en absoluto. Pero, por suerte, no
la había oído nadie, ni siquiera la camarera que reapareció en
aquel momento, depositó ruidosamente una taza de café delante de
Simon, le echó una ojeada a Izzy y se marchó sin preguntarle qué
quería tomar.
—Me gusta este sitio —dijo él—. Clary y yo solíamos venir por
aquí cuando ella iba a clase en Tisch. Tienen una sopa de remolacha
estupenda y buenos blinis, una especie de albóndigas dulces de queso, y además está abierto toda la noche.
Pero Isabelle no estaba escuchando nada de lo que le decía, sino
que miraba más allá de donde estaba sentado Simon.
—¿Qué es eso?
Simon siguió la dirección de su mirada.
—Es el conde Blintzula.
—¿El conde Blintzula?
Simon se encogió de hombros.
—Es la decoración de Halloween. El conde Blintzula es un personaje infantil. Igual que el conde Chocula, o el vampiro de  «Barrio
Sésamo». —Sonrió al ver que la chica no sabía de qué le hablaba—.
Sí, el que enseña a contar a los niños.
Isabelle movió la cabeza de un lado a otro.
—¿Me estás diciendo que hay un programa de televisión en el
que sale un vampiro que enseña a contar a los niños?
—Lo entenderías si lo vieras —murmuró Simon.
—No, si la verdad es que, en realidad, tiene una base mitológica
—dijo Isabelle, dispuesta a iniciar una disertación típica de una cazadora de sombras—. Hay leyendas que afirman que los vampiros están obsesionados por contarlo todo, y que si derramas un puñado de
granos de arroz delante de ellos, se ven obligados a dejar lo que quiera que estén haciendo para ponerse a contarlos de uno en uno. No es
verdad, claro está, igual que todo ese asunto de los ajos. Pero los
vampiros no tienen por qué andar por ahí dando clases a niños. Los
vampiros son terroríficos.
—Gracias —dijo Simon—. Pero esto no va en serio, Isabelle. Es
sólo un conde. Y le gusta contar. La cosa es más o menos así: «¿Qué
ha comido hoy el conde, niños? Una galleta de chocolate, dos galletas
de chocolate, tres galletas de chocolate...».
La puerta del restaurante se abrió y entró una ráfaga de aire frío,
junto con un nuevo cliente. Isabelle se estremeció y se envolvió en su
pañuelo negro de seda.
—No me parece muy realista que digamos.
—Y qué preferirías, algo como «¿Qué ha comido hoy el conde,
niños? Un pobre aldeano, dos pobres aldeanos, tres pobres aldeanos...».
—Calla. —Isabelle se anudó finalmente el pañuelo al cuello, se
inclinó hacia adelante y cogió a Simon por la muñeca. Sus enormes
ojos oscuros cobraron vida de repente, esa vida que únicamente cobraban cuando cazaba demonios o estaba pensando en ello—. Mira
hacia allí.
Simon siguió la dirección de su mirada. Había dos hombres de
pie junto a la vitrina de los productos de repostería: pastelitos biertos de azúcar glas, bandejas repletas de rugelach y galletas danesas rellenas de crema. Pero ninguno de los dos parecía interesado en
la comida. Eran bajitos y su aspecto resultaba tan lúgubre que daba
la impresión de que sus pómulos sobresalían como cuchillos de
aquellos lívidos rostros. Ambos tenían el pelo gris y fino, ojos de color gris claro e iban vestidos con sendos abrigos de color pizarra,
ceñidos con cinturón, que arrastraban hasta el suelo.
—¿Qué crees que son? —preguntó Isabelle.
Simon entornó los ojos para mirarlos. Y los dos hombres se quedaron mirándolo a su vez, sus ojos desprovistos de pestañas, un par
de agujeros huecos.
—Parecen malvados gnomos de la pradera.
—Son subyugados humanos —dijo Isabelle entre dientes—. Pertenecen a un vampiro.
—¿Cuando dices «pertenecen» te refieres a...?
Isabelle emitió un bufido de impaciencia.
—Por el Ángel, no sabes nada de nada acerca de los de tu especie,
¿verdad? Ni siquiera sabes cómo se crea un vampiro.
—Me imagino que cuando una mamá vampiro y un papá vampiro se quieren...
Isabelle hizo una mueca.
—Venga, vamos, sabes de sobras que los vampiros no necesitan
el sexo para reproducirse, pero me apuesto lo que quieras a que no
tienes ni idea de cómo funciona la cosa.
—Pues claro que lo sé —replicó Simon—. Soy vampiro porque
bebí de la sangre de Raphael antes de morir. Si bebes su sangre y
mueres te conviertes en vampiro.
—No exactamente —dijo Isabelle—. Eres vampiro porque bebiste de la sangre de Raphael, después te mordieron otros vampiros y
luego moriste. En algún momento del proceso tienen que morderte.
—¿Por qué?
—La saliva de vampiro tiene... propiedades. Propiedades transformadoras.
—Qué asco —dijo Simon.
—No me vengas ahora con ascos. Aquí el que tiene la saliva mágica
eres tú. Los vampiros se rodean de humanos y se alimentan de ellos
cuando van escasos de sangre... como si fueran máquinas expendedoras andantes —comentó Izzy con repugnancia—. Cabría pensar que
eso los debilitaría por falta de sangre, pero la saliva de vampiro tiene
propiedades curativas: aumenta su concentración de glóbulos rojos, los
hace más fuertes y más sanos y los ayuda a vivir más tiempo. De ahí
que no sea ilegal que los vampiros se alimenten de humanos. En realidad, no les hacen daño. Aunque, claro está, de vez en cuando los vampiros deciden que les apetece algo más que un simple tentempié, que
quieren un subyugado... y es entonces cuando empiezan a alimentar a
los humanos que muerden con pequeñas cantidades de sangre de vampiro, para mantenerlos dóciles, para que se sientan conectados a su
amo. Los subyugados adoran a sus amos y les encanta servirlos. Su
único deseo es estar a su lado. Como cuando tú estabas en el Dumont.
Te sentías atraído hacia los vampiros cuya sangre habías consumido.
—Raphael... —dijo Simon; su tono de voz era sombrío—. Si quieres que te diga la verdad, ya no siento una necesidad apremiante de
estar con él.
—No, eso desaparece cuando te conviertes totalmente en vampiro. Los que veneran a sus amos y son incapaces de desobedecerlos
son los subyugados. ¿No lo entiendes? Cuando volviste al Dumont,
el clan de Raphael te vació por completo y moriste, y fue entonces
cuando te convertiste en vampiro. Pero de no haberte vaciado, de
haberte dado más sangre de vampiro, habrías acabado convirtiéndote en un subyugado.
—Todo esto es muy interesante —dijo Simon—. Pero no explica
por qué ésos siguen ahí plantados mirándonos.
Isabelle les echó un vistazo.
—Te miran a ti. Tal vez sea porque su amo ha muerto y andan
buscando a otro vampiro que quiera hacerse cargo de ellos. Podrías
tener mascotas. —Sonrió.
—O —dijo Simon— tal vez hayan venido a comer unas patatas
fritas.
—Los humanos subyugados no comen. Viven de una mezcla de
sangre de vampiro y sangre de animal. Eso los mantiene en un estado de vida aplazada. No son inmortales, pero envejecen muy lentamente.
—Lo que es una verdadera lástima —dijo Simon, observándolos— es que cuiden tan poco su aspecto.
Isabelle se enderezó en su asiento.
—Vienen hacia aquí. En seguida nos enteraremos de qué es lo
que quieren.
Los subyugados humanos avanzaban como si se desplazaran
sobre ruedas. Era como si no dieran pasos, como si se deslizasen sin
hacer ruido. Cruzaron el restaurante en cuestión de segundos y
cuando llegaron a la mesa donde estaba sentado Simon, Isabelle había extraído ya de su bota un afilado estilete. Lo depositó sobre la
mesa, con la hoja brillando bajo la luz fluorescente del local. Era un
cuchillo de sólida plata oscura, con cruces grabadas a fuego a ambos
lados de la empuñadura. Las armas diseñadas para repeler vampiros
solían lucir cruces, partiendo del supuesto, se imaginaba Simon, de
que la mayoría de los vampiros eran cristianos. ¿Quién se habría
imaginado que ser seguidor de una religión minoritaria podía resultar tan ventajoso?
—Ya os habéis acercado demasiado —dijo Isabelle cuando los
dos subyugados se detuvieron junto a la mesa, con los dedos a escasos centímetros del cuchillo—. Decidnos qué queréis, pareja.
—Cazadora de sombras —dijo la criatura de la izquierda hablando con un sibilante susurro—. No te conocíamos en esta situación.
Isabelle enarcó una de sus delicadas cejas.
—¿Y qué situación es ésta?
El segundo subyugado señaló a Simon con un dedo largo y grisáceo. La uña que lo remataba era afilada y amarillenta.
—Tenemos asuntos que tratar con el vampiro diurno.
—No, no es verdad —dijo Simon—. No tengo ni idea de quiénes
sois. No os había visto nunca.
—Yo soy Walker —dijo la primera criatura—. Y éste es Archer.
Estamos al servicio del vampiro más poderoso de Nueva York. El jefe
del clan más importante de Manhattan.
—Raphael Santiago —dijo Isabelle—. En cuyo caso debéis saber
ya que Simon no forma parte de ningún clan. Es un agente libre.
Walker esbozó una lívida sonrisa.
—Mi amo confiaba en que eso cambiara.
Simon miró a Isabelle a los ojos. Y ella se encogió de hombros.
—¿No os ha contado Raphael que desea mantenerse alejado del
clan?
—Tal vez haya cambiado de opinión —sugirió Simon—. Ya sabes
cómo es. De humor variable. Voluble.
—No sé. La verdad es que no lo he vuelto a ver desde aquella vez
en que le amenacé con matarlo con un candelabro. Y lo llevó bien. Ni
siquiera se encogió.
—Fantástico —dijo Simon. Los dos subyugados seguían mirándolo. Sus ojos eran de un color gris blanquecino, parecido al de la
nieve sucia—. Si Raphael desea tenerme en el clan, es porque quiere
algo de mí. Podríais empezar por explicarme de qué se trata.
—No estamos al corriente de los planes de nuestro amo —dijo
Archer empleando un tono arrogante.
—Entonces nada —dijo Simon—. No pienso ir.
—Si no deseas acompañarnos, estamos autorizados a emplear la
fuerza para obligarte —dijo Walker.
Fue como si el cuchillo cobrara vida y saltara hasta la mano de
Isabelle; se había hecho con él sin apenas moverse. Se puso a juguetear con él.
—Yo no lo haría, de estar en vuestro lugar.
Archer le enseñó los dientes.
—¿Desde cuándo los hijos del Ángel se han convertido en daespaldas de los habitantes del mundo subterráneo? Te imaginaba
por encima de este tipo de negocios, Isabelle Lightwood.
—No soy su guardaespaldas —declaró Isabelle—. Soy su novia.
Lo que me da derecho a darte una patada en el culo si lo molestas.
Así es como están las cosas.
¿Novia? Simon se quedó tan perplejo que la miró sorprendido,
pero Isabelle seguía con la mirada fija en los dos subyugados; sus
ojos echaban chispas. Por un lado, no recordaba que Isabelle se hubiera referido nunca a sí misma como su novia. Por otro, que aquello
fuera lo que más le había sorprendido aquella noche, mucho más que
ser convocado a una reunión por el vampiro más poderoso de Nueva
York, era sintomático de lo extraña que se había vuelto su vida.
—Mi amo —dijo Walker, en lo que probablemente consideraba
un tono de voz tranquilizador— tiene una propuesta que hacerle al
vampiro diurno.
—Se llama Simon. Simon Lewis.
—Al señor Simon Lewis. Te prometo que, si te dignas acompa-
ñarnos y escuchar a mi amo, encontrarás una propuesta de lo más
ventajosa. Juro por el honor de mi amo que no sufrirás daño alguno,
vampiro diurno, y que si deseas rechazar la oferta de mi amo, serás
libre de hacerlo.
«Mi amo, mi amo.» Walker pronunciaba aquellas palabras con
una mezcla de adoración y pavor reverencial. Simon se estremeció
por dentro. Debía de ser horrible estar vinculado a alguien de aquel
modo y carecer de voluntad propia.
Isabelle estaba negando con la cabeza y le decía «no» moviendo
sólo los labios. Probablemente tenía razón. Isabelle era una cazadora
de sombras excelente. Llevaba desde los doce años cazando demonios y malvados habitantes del mundo subterráneo —malignos
vampiros, hechiceros practicantes de la magia negra, hombres lobo
que habían entrado en estado salvaje y eran capaces de comerse a
cualquiera— y con toda seguridad era mejor en su trabajo que cualquier otro cazador de sombras de su edad, con la excepción de su
hermano Jace. Y de Sebastian, pensó Simon, que era mejor incluso
que ellos. Pero estaba muerto.
—De acuerdo —dijo—. Iré.
Isabelle abrió los ojos de par en par.
—¡Simon! —exclamó protestando.
Los dos subyugados se frotaron las manos, como los villanos de
un cómic. Aunque, en realidad, no era el gesto en sí lo que resultaba
espeluznante, sino que lo hubieran hecho simultáneamente y de la
misma manera, como marionetas cuyas cuerdas han sido manipuladas para sincronizarlas.
—Excelente —dijo Archer.
Isabelle dejó caer el cuchillo sobre la mesa con un golpe seco y se
inclinó hacia adelante, y el brillante pelo negro rozó la superficie.
—Simon —dijo en un apremiante susurro—. No seas estúpido.
No tienes por qué ir con ellos. Raphael es un imbécil.
—Raphael es un vampiro superior —dijo Simon—. Su sangre me
convirtió en vampiro. Es mi... comoquiera que lo llamen.
—Señor, creador, engendrador... Hay millones de nombres para
eso —dijo Isabelle, restándole importancia—. Y tal vez sea cierto que
fue su sangre lo que te convirtió en vampiro. Pero no fue eso lo que
te convirtió en un vampiro diurno. —Sus miradas se cruzaron por
encima de la mesa. «Fue Jace quien te convirtió en un vampiro diurno.» Pero jamás pensaba pronunciar aquello en voz alta; eran muy
pocos los que conocían la verdad, la historia que había convertido a
Jace en lo que era, y también a Simon como consecuencia de ello—.
No tienes por qué hacer lo que él te dice.
—Por supuesto que no —dijo Simon, bajando la voz—. Pero si
me niego a ir, ¿crees que Raphael dejará correr este asunto? No, no
lo hará. Seguirán viniendo a por mí. —Miró de reojo a los subyugados, que daban la impresión de estar de acuerdo con sus palabras,
aunque tal vez no fueran más que imaginaciones suyas—. Me acosarán por todos lados. Cuando salga por ahí, en el colegio, en casa
de Clary...
—¿Y qué? ¿Acaso no podría apañárselas Clary? —Isabelle levantó las manos—. De acuerdo. Pero al menos déjame que vaya contigo.
—Eso sí que no —la interrumpió Archer—. Esto no es apto para
cazadores de sombras. Es un asunto exclusivo de los Hijos de la
Noche.
—Yo no...
—La Ley nos da derecho a solucionar nuestros asuntos en privado —declaró Walker con frialdad—. Con los de nuestra propia
especie.
Simon se quedó mirándolos.
—Concedednos unos minutos, por favor —dijo—. Me gustaría
hablar con Isabelle.
Se produjo un momento de silencio. La vida en el restaurante
seguía su curso habitual. Acababa de finalizar la sesión en el cine que
había una manzana más abajo y empezaban las prisas de última
hora, las camareras corriendo de un lado a otro, sirviendo humeantes
platos de comida a la clientela; las parejas reían y charlaban en las
mesas; los cocineros preparaban los pedidos detrás del mostrador.
Nadie los estaba mirando a ellos ni se daba cuenta de que algo extra-
ño sucedía. Simon se había acostumbrado ya a los hechizos, pero
cuando estaba con Isabelle, seguía sin poder evitar sentirse a veces
como si estuviera atrapado detrás de una pared invisible de cristal,
apartado del resto de la humanidad y de sus quehaceres diarios.
—De acuerdo —dijo Walker, retirándose un poco—. Pero recuerda que a mi amo no le gusta que le hagan esperar.
Se situaron junto a la puerta, indiferentes a las ráfagas de aire frío
que les azotaban cada vez que alguien entraba o salía, y allí permanecieron rígidos como estatuas. Simon se volvió hacia Isabelle.
—No pasará nada —dijo—. No me harán ningún daño. No pueden hacerme ningún daño. Raphael sabe lo de... —Hizo un gesto
incómodo señalándose la frente—. Esto.
Isabelle extendió la mano y le retiró el pelo de la frente, con una
caricia más aséptica que tierna. Frunció el ceño. Simon había observado la Marca en el espejo en innumerables ocasiones, para conocer
bien su aspecto. Era como si alguien hubiera cogido un pincel fino y
hubiera dibujado un trazo muy simple en su frente, justo por encima
del espacio que quedaba entre los ojos. La forma se alteraba de vez
en cuando, como las imágenes en movimiento que crean las nubes,
pero siempre era nítida, negra y de apariencia peligrosa, como una
señal de advertencia escrita en otro idioma.
—¿Funciona... de verdad? —preguntó Isabelle, casi en un susurro.
—Raphael cree que funciona —respondió Simon—. Y no tengo
motivos para pensar que no vaya a ser así. —Le cogió la muñeca para
apartarle la mano de la cara—. No pasará nada, Isabelle.
Ella suspiró.
—Mi experiencia me dice que esto no es una buena idea.
Simon le apretó la mano.
—Vamos. ¿Tú no sientes curiosidad por saber qué puede querer
Raphael?
Isabelle le dio unos golpecitos cariñosos en la mano y se recostó
en su asiento.
—Avísame en cuanto regreses. Llámame a mí antes que a nadie.
—Lo haré. —Simon se levantó y cerró la cremallera de su chaqueta—. Y hazme un favor, ¿quieres? Dos favores, de hecho.
Isabelle lo miró con reserva.
—¿Cuáles?
—Clary mencionó que esta noche iría al Instituto. Si por casualidad te tropiezas con ella, no le digas adónde he ido. Se preocuparía
sin motivo.
Isabelle puso los ojos en blanco.
—Muy bien, de acuerdo. ¿Y el segundo favor?
Simon se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
—Prueba la sopa de remolacha antes de irte. Es estupenda.
Walker y Archer no eran precisamente los compañeros más habladores del mundo. Guiaron a Simon en silencio por las calles del
Lower East Side, manteniéndose en todo momento varios pasos por
delante de él con su curioso andar deslizante. Empezaba a ser tarde,
pero las aceras de la ciudad seguían llenas de gente que salía del
trabajo y corría hacia su casa para cenar, cabizbajos, con el cuello
del abrigo levantado para protegerse del gélido aire. En St. Mark’s
Place había tenderetes donde vendían de todo, desde calcetines baratos hasta bocetos a carboncillo de Nueva York, pasando por barritas de incienso. Las hojas crujían en el suelo como huesos secos. El
ambiente olía al humo que desprendían los tubos de escape mezclado con el aroma de la madera de sándalo y, por debajo de eso, a humanidad: piel y sangre.
A Simon se le encogió el estómago. Solía guardar en su habitación unas cuantas botellas de sangre animal —había instalado una
neverita en el fondo del armario, en un lugar donde su madre no
podía verla— por si en algún momento sentía hambre. La sangre era
asquerosa. Creía que acabaría acostumbrándose a ella, incluso que
llegaría a apetecerle, pero a pesar de que le servía para aplacar sus
ataques de hambre, no tenía nada que ver con lo mucho que en su día
había disfrutado del chocolate, los burritos vegetarianos o el helado
de café. Aquello no dejaba de ser sangre.
Pero tener hambre era peor. Tener hambre significaba oler cosas
que no deseaba oler: la sal de la piel, el aroma dulce y maduro de la
sangre exudando de los poros de desconocidos. Todo aquello le hacía
sentirse hambriento y tremendamente mal consigo mismo. Se encorvó, hundió los puños en los bolsillos de la chaqueta e intentó respirar
por la boca.
Al llegar a la Tercera Avenida giraron a la derecha y se detuvieron delante de un restaurante cuyo cartel rezaba: «café del
claustro.  jardín abierto todo el año». Simon pestañeó al ver el
cartel.
—¿Qué estamos haciendo aquí?
—Es el lugar de reunión que ha elegido nuestro amo —respondió
Walker, sin alterarse.
—Vaya. —Simon estaba perplejo—. Creía que el estilo de Raphael
era más bien de concertar reuniones en lo alto de una catedral no
consagrada o en el interior de una cripta repleta de huesos. Nunca
me lo imaginé como un tipo aficionado a frecuentar restaurantes de
moda.
Los dos subyugados se quedaron mirándolo.
—¿Algún problema con eso, vampiro diurno? —preguntó Archer finalmente.
Simon tuvo la sensación de que acababa de recibir una oscura
reprimenda.
—No, ningún problema.
El interior del restaurante era oscuro y una barra con encimera de
mármol recorría una pared de un extremo al otro. Ni camareros ni
personal de ningún tipo se acercó a ellos cuando atravesaron la sala
en dirección a la puerta que había al fondo, ni cuando cruzaron dicha
puerta para salir al jardín.
Muchos restaurantes de Nueva York tenían jardín, pero pocos
permanecían abiertos a aquellas alturas del año. En este caso, se trataba de un patio de manzana rodeado de edificios. Las paredes estaban decoradas con pinturas murales de efecto trompe l’oeil que evocaban floridos jardines italianos. Los árboles, con el follaje otoñal rico
en matices dorados y cobrizos, estaban adornados con ristras de luces blancas, mientras que las estufas de exterior repartidas entre las
mesas desprendían un resplandor rojizo. Una pequeña fuente situada en el centro del patio salpicaba melodiosamente su agua.
Había una única mesa ocupada, y no por Raphael. En la mesa,
pegada al muro, había una mujer delgada tocada con un sombrero
de ala ancha. Mientras Simon la observaba con perplejidad, la mujer
levantó una mano para saludarlo. Simon se volvió para mirar a sus
espaldas y, naturalmente, no vio a nadie más. Walker y Archer se
habían puesto de nuevo en movimiento; confuso, Simon los siguió,
atravesaron el patio y se detuvieron a escasa distancia de donde estaba sentada la mujer.
Walker la saludó con una profunda reverencia.
—Ama —dijo.
La mujer sonrió.
—Walker —dijo—. Y Archer. Muy bien. Gracias por traerme a
Simon.
—Un momento —dijo Simon, mirando una y otra vez a la mujer
y a los dos subyugados—. Tú no eres Raphael.
—Pues claro que no. —La mujer se quitó el sombrero. Se derramó
sobre sus hombros una abundante melena de cabello rubio plateado,
brillante bajo el resplandor de las luces de Navidad. Su rostro era
pálido y ovalado, precioso, dominado por unos enormes ojos verde
claro. Llevaba guantes largos de color negro, blusa negra de seda,
falda de tubo y un pañuelo negro anudado al cuello. Resultaba imposible adivinar su edad... o la edad que debía de tener cuando se
había convertido en vampira—. Soy Camille Belcourt. Encantada de
conocerte.
Le tendió una mano enguantada.
—Me habían dicho que iba a reunirme con Raphael —dijo Simon,
sin aceptar el saludo—. ¿Trabajas para él?
Camille Belcourt se echó a reír, una risa cantarina como la fuente.
—¡Naturalmente que no! Aunque hubo un tiempo en que él sí
trabajaba para mí.
Y Simon recordó entonces. «Creía que el vampiro jefe era otro»,
le había dicho a Raphael en una ocasión, en Idris, hacía ya una eternidad.
«Camille no ha regresado aún con nosotros —le había replicado
Raphael—. Yo ejerzo sus funciones en su lugar.»
—Eres el vampiro jefe —dijo Simon—. Del clan de Manhattan.
—Se volvió hacia los subyugados—. Me habéis engañado. Me dijisteis que iba a reunirme con Raphael.
—Te dijimos que ibas a reunirte con nuestro amo —dijo Walker.
Tenía los ojos enormes y vacíos, tan vacíos que Simon se preguntó si
de verdad aquellos dos tipos habían pretendido engañarlo o simplemente estaban programados como robots para decir lo que su ama
les había dicho que dijeran y eran incapaces de salirse del guion—. Y
aquí la tienes.
—Así es. —Camille obsequió a sus subyugados con una resplandeciente sonrisa—. Y ahora marchaos, Walker, Archer. Tengo que
hablar a solas con Simon. —Algo había en su forma de pronunciar
aquellas palabras, tanto su nombre como la expresión «a solas», que
fue para Simon como recibir una caricia furtiva.
Los subyugados se retiraron después de hacer una reverencia.
Cuando Walker se volvió para marcharse, Simon vio de refilón una
marca oscura en su cuello, con dos puntos más oscuros en su interior.
Los puntos más oscuros eran pinchazos, rodeados por un pingajo de
carne seca. Sintió un escalofrío.
—Por favor —dijo Camille, indicándole una silla a su lado—.
Siéntate. ¿Te apetece un poco de vino?
Incómodo, Simon tomó asiento en el borde de la dura silla metá-
lica.
—La verdad es que no bebo.
—Claro —dijo ella, toda simpatía—. Eres un novato, ¿no? No te
preocupes. Con el tiempo aprenderás a consumir vino y otras bebidas. Hay incluso algunos, entre los más ancianos de nuestra especie,
capaces de consumir comida humana con escasos efectos adversos.
¿Escasos efectos adversos? La expresión no le gustó lo más mínimo a Simon.
—¿Va a llevarnos mucho tiempo este asunto? —preguntó, echándole un vistazo a su teléfono móvil, que le decía que eran ya más de
las diez y media—. Tengo que volver a casa.
«Porque mi madre está esperándome.» Aunque, a decir verdad,
aquella mujer no tenía por qué enterarse de ese detalle.
—Has interrumpido mi cita con mi chica —dijo Simon—. Me
pregunto de qué va esto tan importante.
—Sigues viviendo con tu madre, ¿verdad? —dijo ella, dejando la
copa en la mesa—. ¿No te parece curioso que un vampiro tan poderoso como tú se niegue a abandonar el hogar para sumarse a un clan?
—De modo que has interrumpido mi cita para burlarte de mí porque sigo viviendo en casa. ¿No podrías haber hecho eso una noche que
no hubiese quedado con nadie? O sea, la mayoría de las noches.
—No me río de ti, Simon. —Se pasó la lengua por el labio inferior,
como si saboreara el vino que acababa de beber—. Quiero saber por
qué no has entrado a formar parte del clan de Raphael.
«Que es como decir tu clan, ¿no es eso?»
—Tuve la fuerte sensación de que Raphael no quería que entrase
—replicó Simon—. Básicamente vino a decirme que me dejaría tranquilo si yo lo dejaba tranquilo. De modo que decidí dejarlo tranquilo.
—Lo has hecho. —Sus ojos verdes relucían.
—Nunca quise ser vampiro —dijo Simon, preguntándose por
qué estaría contándole todo aquello a esa desconocida—. Quería
llevar una vida normal. Cuando descubrí que me había convertido
en un vampiro diurno, creí que podría seguir con la misma vida. O
como mínimo, algo que se le asemejase. Puedo ir a la escuela, vivir
en casa, ver a mi madre y a mi hermana...
—Siempre y cuando no comas delante de ellas —dijo Camille—.
Siempre y cuando ocultes tu necesidad de sangre. Nunca te has alimentado de un humano, ¿verdad? Sólo consumes sangre de bolsa.
Rancia. De animal. —Arrugó la nariz.
Simon pensó en Jace y alejó la idea de su cabeza.
—No, no lo he hecho nunca.
—Lo harás. Y en cuanto lo hagas, ya no podrás olvidarlo. —Se
inclinó hacia adelante y su claro cabello le acarició la mano—. No
puedes ocultarte esta verdad eternamente.
—¿Dime qué adolescente no miente a sus padres? —dijo Simon—. De todos modos, no entiendo qué te importa a ti todo eso. De
hecho, sigo sin comprender qué hago aquí.
Camille volvió a inclinarse hacia adelante. Y al hacerlo, se abrió
el escote de su blusa de seda negra. De haber seguido siendo humano, Simon se habría sonrojado.
—¿Me dejarás verla?
Simon notó que los ojos se le salían literalmente de las órbitas.
—¿Ver el qué?
Camille sonrió.
—La Marca, niño estúpido. La Marca del Errante.
Simon abrió la boca y la cerró acto seguido. «¿Cómo lo sabe?»
Eran muy pocos los que conocían la existencia de la Marca que Clary
le había hecho en Idris. Raphael le había indicado que era una cuestión de máximo secreto y como tal la había considerado Simon.
Pero la mirada de Camille era tremendamente verde y fija, y por
algún motivo desconocido, Simon deseaba hacer lo que ella quería
que hiciese. Su forma de mirarlo tenía algo que ver con ello, la musicalidad de su voz. Levantó la mano y se retiró el pelo para que pudiese examinarle la frente.
Camille abrió los ojos de par en par, separó los labios. Se acarició
levemente el cuello, como queriendo verificar con ese gesto la cadencia de un pulso inexistente.
—Oh —dijo—. Eres afortunado, Simon. Muy afortunado.
—Es un maleficio —dijo él—. No una bendición. Lo sabes, ¿no es
verdad?
Los ojos de ella centellearon.
—«Y Caín le dijo al Señor: mi culpa es demasiado grande para
soportarla.» ¿Es más de lo que puedes soportar, Simon?
Simon se recostó en su asiento, dejando que el flequillo volviera
a su lugar.
—Puedo soportarlo.
—Pero no quieres. —Recorrió el borde de la copa con un dedo
enguantado sin despegar los ojos de Simon—. ¿Y si yo pudiera ofrecerte un modo de sacar provecho de lo que tú consideras un maleficio?
«Diría que por fin estás llegando al motivo por el que me has
hecho venir aquí, lo cual ya es algo.»
Y Simon dijo en voz alta:
—Te escucho.
—Has reconocido mi nombre en cuanto lo has oído, ¿verdad? —dijo Camille—. Raphael me mencionó en alguna ocasión,
¿no es así? —Tenía un acento muy débil, que Simon no conseguía
ubicar.
—Dijo que eras la jefa del clan y que él ejercía tus funciones durante tu ausencia. Que actuaba en tu nombre... a modo de vicepresidente o algo por el estilo.
—Ah. —Se mordió con delicadeza el labio inferior—. Aunque, de
hecho, eso no es del todo cierto. Me gustaría contarte la verdad, Simon. Me gustaría hacerte una oferta. Pero primero tienes que darme
tu palabra con respecto a una cosa.
—¿Con respecto a qué?
—Con respecto a que todo lo que suceda aquí esta noche permanecerá en secreto. Nadie puede saberlo. Ni siquiera Clary, tu amiguita pelirroja. Ni ninguna de tus otras amigas. Ninguno de los Lightwood. Nadie.
Simon se recostó de nuevo en su asiento.
—¿Y si no quiero prometértelo?
—Entonces puedes irte, si así lo deseas —dijo ella—. Pero de hacerlo, nunca sabrás lo que deseo contarte. Y será una pérdida de la
que te arrepentirás.
—Siento curiosidad —dijo Simon—. Pero no estoy seguro de que
mi curiosidad sea realmente tan grande.
Una chispa de sorpresa y simpatía iluminó los ojos de Camille y
tal vez incluso, pensó Simon, también de cierto respeto.
—Nada de lo que tengo que decirte los atañe a ellos. No afectará
ni a su seguridad ni a su bienestar. El secretismo es para mi propia
protección.
Simon la miró con recelo. ¿Estaría hablando en serio? Los vampiros no eran como las hadas, que no podían mentir. Pero tenía que
reconocer que sentía curiosidad.
—De acuerdo. Te guardaré el secreto, a menos que piense que
algo de lo que me cuentas podría poner en peligro a mis amigos. En
ese caso, la cosa cambia, no habría trato.
La sonrisa de Camille era gélida; era evidente que no le gustaba
que desconfiasen de ella.
—Muy bien —dijo—. Me imagino que, necesitando tu ayuda
como la necesito, pocas alternativas me quedan. —Se inclinó hacia
adelante, su esbelta mano jugueteaba con el pie de la copa de vino—.
He estado liderando el clan de Manhattan, sin problema alguno,
hasta hace muy poco. Teníamos unos cuarteles generales preciosos en un viejo edificio del Upper East Side anterior a la guerra, nada
que ver con ese hotel que parece un nido de ratas donde Santiago
tiene ahora encerrada a mi gente. Santiago (o Raphael, como tú lo
llamas) era mi subcomandante. Mi compañero más fiel, o eso creía.
Una noche descubrí que estaba asesinando humanos, que los conducía hasta un viejo hotel de la zona latina de Harlem y bebía su sangre
por puro divertimento. Dejaba sus huesos en el contenedor de la
basura de fuera. Corría riesgos estúpidos, quebrantaba la Ley del
Acuerdo. —Tomó un sorbo de vino—. Cuando decidí ponerle las
cosas claras, comprendí que Santiago ya le había contado a todo el
clan que yo era la asesina, que la transgresora era yo. Me había tendido una emboscada. Quería asesinarme para hacerse con el poder.
Huí, acompañada únicamente por Walker y Archer a modo de guardaespaldas.
—¿Y durante todo este tiempo ha dicho que hacía las veces de
jefe sólo hasta que tú regresaras?
Ella hizo una mueca.
—Santiago es un mentiroso redomado. Desea mi regreso, seguro... para asesinarme y hacerse de verdad con el poder del clan.
Simon no estaba muy seguro de lo que Camille deseaba oír. No
estaba acostumbrado a ver a mujeres adultas mirándolo con los ojos
llenos de lágrimas y contándole la historia de su vida.
—Lo siento —dijo por fin.
Ella se encogió de hombros, un gesto muy expresivo que lo llevó
a preguntarse si quizá su acento era francés.
—Eso pertenece al pasado —dijo Camille—. He permanecido
escondida en Londres todo este tiempo, buscando aliados, esperando el momento oportuno. Hasta que oí hablar de ti. —Levantó la
mano—. No puedo explicarte cómo fue, juré guardar el secreto. Pero
desde aquel momento supe que tú eras lo que había estado esperando.
—¿Qué es lo que yo era? ¿Qué soy, vamos?
Se inclinó hacia adelante y le acarició la mano.
—Raphael te teme, Simon, y así tiene que ser. Eres uno de los
suyos, un vampiro, pero no puede hacerte daño ni matarte; no puede levantar un dedo contra ti sin que la ira de Dios caiga sobre su
cabeza.
Se produjo un silencio. Simon oía sobre sus cabezas el zumbido
eléctrico de las luces de Navidad, el agua salpicando en la fuente de
piedra del centro del patio, el murmullo del sonido de la ciudad.
Cuando habló, lo hizo en voz baja.
—Lo has dicho.
—¿El qué, Simon?
—Esa palabra. «La ira de...» —La palabra mordía y quemaba su
boca, como siempre sucedía.
—Sí. «Dios.» —Retiró la mano, pero continuó mirándolo con calidez—. Nuestra especie tiene muchos secretos, y podría contarte y
enseñarte muchos de ellos. Descubrirás que no estás condenado.
—Señora...
—Camille. Debes llamarme Camille.
—Sigo sin comprender qué quieres de mí.
—¿No lo ves? —Negó con la cabeza y su brillante melena bailó
alrededor de su rostro—. Quiero que te unas a mí, Simon. Que te
unas a mí contra Santiago. Irrumpiremos juntos en ese hotel plagado
de ratas. En cuanto sus seguidores vean que estás conmigo, lo abandonarán y volverán a mí. Estoy segura de que debajo de ese miedo
que él les inspira, siguen siéndome fieles. En cuanto nos vean juntos,
su miedo desaparecerá y volverán a nuestro lado. El hombre no puede luchar contra lo divino.
—No sé —dijo Simon—. En la Biblia, Jacob luchó contra un ángel
y venció.
Camille lo miró levantando las cejas.
Simon se encogió de hombros.
—Soy de escuela hebrea.
—«Y Jacob le puso a aquel lugar el nombre de Peniel: porque he
visto a Dios cara a cara.» Ya ves que no eres el único que conoce las
Escrituras. —La seriedad de su mirada había desaparecido y estaba
sonriéndole—. Tal vez no seas consciente de ello, vampiro diurno,
pero mientras luzcas esa Marca, eres el brazo vengador del Cielo.
Nadie puede plantarte cara. Y, a buen seguro, ningún vampiro.
—¿Me tienes miedo? —preguntó Simon.
Se arrepintió casi al instante de su pregunta. Los ojos verdes de
Camille se oscurecieron como nubarrones.
—¿Yo? ¿Miedo de ti? —Pero recobró en seguida la calma, su rostro se tranquilizó, su expresión se aplacó—. Por supuesto que no
—dijo—. Eres un hombre inteligente. Estoy convencida de que entenderás la sabiduría de mi propuesta y te unirás a mí.
—¿Y en qué consiste exactamente tu propuesta? Me refiero a que
entiendo la parte en la que nos toca enfrentarnos a Raphael. Y después de eso, ¿qué? Porque la verdad es que no odio a Raphael, ni
quiero quitármelo de encima por el mero hecho de quitármelo de
encima. Me deja tranquilo. Es lo que siempre he querido.
Camille unió las manos por delante de ella. En el dedo medio,
por encima del tejido del guante, llevaba un anillo de plata con una
piedra azul.
—Te parece que eso es lo que quieres, Simon. Crees que Raphael
está haciéndote un favor dejándote tranquilo, como dices tú. Pero en
realidad está exiliándote. En este momento crees que no necesitas a
ninguno de los de tu especie. Te sientes satisfecho con tus amigos,
humanos y cazadores de sombras. Te sientes satisfecho escondiendo
botellas de sangre en tu habitación y mintiéndole a tu madre respecto a tu verdadera identidad.
—¿Cómo sabes...?
Continuó hablando, ignorándolo por completo.
—Pero ¿qué pasará de aquí a diez años, cuando supuestamente
deberías tener veintiséis? ¿Y de aquí a veinte años? ¿O treinta?
¿Crees que nadie se dará cuenta de que ellos envejecen y cambian y
tú no?
Simon no dijo nada. No quería reconocer que no había pensado
en un futuro tan lejano. Que no quería pensar en un futuro tan lejano.
—Raphael te ha convencido de que los demás vampiros son
como veneno para ti. Pero no tiene por qué ser así. La eternidad es
demasiado larga como para pasarla solo, sin otros de tu misma especie. Sin otros que te comprendan. Eres amigo de los cazadores de
sombras, pero nunca serás uno de ellos. Siempre serás distinto, un
intruso. Pero puedes ser uno más de los nuestros. —Y cuando se inclinó otra vez hacia adelante, su anillo proyectó una luz blanca que
taladró los ojos de Simon—. Poseemos miles de años de sabiduría
que podríamos compartir contigo, Simon. Podrías aprender a guardar tu secreto; a comer y a beber, a pronunciar el nombre de Dios.
Raphael te ha ocultado cruelmente esta información, te ha inducido
incluso a creer que no existe. Pero existe. Y yo puedo ayudarte.
—Si yo te ayudo a ti antes —dijo Simon.
Camille sonrió, mostrando sus blancos y afilados dientes.
—Nos ayudaremos mutuamente.
Simon se echó hacia atrás. La silla de hierro era dura e incómoda
y de pronto se sintió cansado. Bajó la vista hacia sus manos y vio que
sus venas se habían oscurecido, que se abrían como arañas por encima de los nudillos. Necesitaba sangre. Necesitaba hablar con Clary.
Necesitaba tiempo para pensar.
—Estás conmocionado —dijo ella—. Lo sé. Son muchas cosas
que digerir. Te concederé todo el tiempo que necesites para tomar
una decisión a este respecto, y respecto a mí. Pero no disponemos de
mucho tiempo, Simon. Mientras yo siga en esta ciudad, soy un peligro para Raphael y sus secuaces.
—¿Secuaces? —A pesar de todo, Simon esbozó una leve sonrisa.
Camille se quedó perpleja.
—¿Sí?
—Es sólo que... «Secuaces» es como decir «malhechores» o
«acólitos». —Ella siguió mirándolo sin entender nada. Simon suspiró—. Lo siento. Seguramente no has visto tantas películas malas
como yo.
Camille frunció el ceño y apareció en él una finísima arruga.
—Me dijeron que eras un poco peculiar. Tal vez sea simplemente porque no conozco a muchos vampiros de tu generación. Pero me
da la sensación de que estar con alguien tan... tan joven, será bueno
para mí.
—Sangre nueva —dijo Simon.
Y al oír aquello, Camille sonrió.
—¿Estás dispuesto, entonces? ¿A aceptar mi oferta? ¿A empezar
a trabajar juntos?
Simon levantó la vista hacia el cielo. Las ristras de luces blancas
anulaban las estrellas.
—Mira —dijo—. Aprecio mucho tu oferta, de verdad. —«Mierda»,
pensó. Tenía que existir alguna manera de decir aquello sin parecer
que estaba rechazando acompañar a una chica al baile de fin de curso.
«En serio, me siento, muy adulado por tu propuesta, pero...» Camille,
igual que sucedía con Raphael, hablaba con rigidez, con formalidad,
como si fuera la protagonista de un cuento de hadas. Tal vez estaría bien intentar hacer lo mismo. De modo que dijo—: Necesito algo
de tiempo para tomar mi decisión. Estoy seguro de que lo entiendes.
Ella le sonrió con delicadeza, mostrándole tan sólo la punta de
los colmillos.
—Cinco días —dijo—. No más. —Extendió hacia él su mano en
guantada. Algo brillaba en su interior. Era un pequeño vial de cristal,
del tamaño de una muestra de perfume, aunque contenía un polvo
de un color marrón indefinido—. Tierra de cementerio —le explicó—. Rompe esto y sabré con ello que me convocas. Si no me convocas en cinco días, enviaré a Walker para que le des tu respuesta.
—¿Y si la respuesta es no? —preguntó Simon.
—Me sentiré defraudada. Pero nos separaremos como amigos.
—Apartó la copa de vino—. Adiós, Simon.
Simon se levantó. La silla emitió un chirriante sonido metálico al
ser arrastrada por el suelo, un sonido excesivo. Tenía la impresión de
que debía decir alguna cosa más, pero no sabía qué. Parecía, de todas
maneras, que aquello era una despedida. Y decidió que prefería quedar como uno de esos siniestros vampiros modernos con malos modales que correr el riesgo de verse arrastrado de nuevo hacia la conversación. Por lo tanto, se marchó sin decir nada más.
Cuando cruzó el restaurante, pasó junto a Walker y Archer, que
estaban apoyados en la barra de madera, con los hombros encorvados debajo de los largos abrigos grises. Sintió la fuerza de sus miradas sobre él y se despidió de ellos moviendo los dedos de la mano,
un gesto que oscilaba entre un saludo amistoso y una despedida
vulgar. Archer le enseñó los dientes —dientes humanos normales y
corrientes— y emprendió camino hacia el jardín, con Walker pisándole los talones. Simon observó que ocupaban dos sillas enfrente de
Camille, que no levantó la vista hasta que estuvieron instalados. Las
luces blancas que hasta aquel momento iluminaban el jardín se apagaron de repente —no de una en una, sino todas a la vez— y Simon
se encontró mirando un desorientador espacio oscuro, como si alguien hubiese desconectado las estrellas. Cuando los camareros se
dieron cuenta y salieron corriendo a solucionar el problema, inundando de nuevo el jardín con aquella luz clara, Camille y sus subyugados humanos habían desaparecido.
Simon abrió la puerta de su casa —una más de la larga hilera de
casas idénticas con fachada de ladrillo que flanqueaban su manzana
en Brooklyn— y la empujó un poco, forzando el oído.
Le había dicho a su madre que iba a ensayar con Eric y sus compañeros de grupo para un bolo que tenían el sábado. En otra época,
su madre se habría limitado a creerlo y allí habría terminado la cosa;
Elaine Lewis siempre había sido una madre permisiva y jamás había
impuesto toques de queda ni a Simon ni a su hermana, ni había insistido en que llegaran pronto a casa al salir del colegio. Simon estaba
acostumbrado a estar rondando por ahí hasta las tantas con Clary, a
entrar en casa con su propia llave y a desplomarse en la cama a las
dos de la mañana, una conducta que no había despertado excesivos
comentarios por parte de su madre.
Pero la situación había cambiado. Había estado casi dos semanas
en Idris, el país de origen de los cazadores de sombras. Se había esfumado de casa sin ofrecer excusas ni explicaciones. Había sido necesaria la intervención del brujo Magnus Bane para realizarle a la
madre de Simon un hechizo de memoria, de tal modo que ella no
recordaba en absoluto aquellos días de ausencia. O, como mínimo,
no los recordaba de forma consciente. Porque su comportamiento
había cambiado. Se mostraba recelosa, revoloteaba a su alrededor,
lo observaba en todo momento, insistía en que estuviera de vuelta
a casa a una determinada hora. La última vez que había regresado a
casa después de estar con Maia, Simon había encontrado a Elaine en
el recibidor, sentada en una silla de cara a la puerta, cruzada de brazos y con una expresión de rabia contenida.
Aquella noche oyó su respiración incluso antes de verla. Pero
ahora sólo oía el débil sonido de la televisión del salón. Debía de
haber estado esperándolo levantada, viendo seguramente un maratón de aquellos dramas hospitalarios que tanto le gustaban. Simon
cerró la puerta a sus espaldas y se apoyó en ella, intentando reunir la
energía necesaria para mentir.
Resultaba muy duro no comer con la familia. Por suerte, su madre se iba temprano a trabajar y volvía tarde y Rebecca, que estudiaba en la Universidad de Nueva Jersey y sólo aparecía de vez en
cuando por casa para hacer la colada, no andaba por allí lo suficiente
como para haberse podido percatar de nada extraño. Cuando él se
levantaba por la mañana, su madre ya se había marchado, dejando
en el mostrador de la cocina el desayuno y la comida que con tanto
cariño le preparaba. Simon la tiraba luego en cualquier papelera que
encontrara de camino al colegio. Lo de la cena era más complicado.
Las noches en las que coincidía con su madre, daba vueltas a la comida en el plato y después fingía que no tenía hambre o que quería
llevarse la cena a su habitación para comer mientras estudiaba. Un
par de veces se había obligado a comer para contentar a su madre, y
después había pasado horas en el baño, sudando y vomitando hasta
eliminarlo todo por completo de su organismo.
Odiaba tener que mentirle. Siempre había sentido un poco de
lástima por Clary, por la tensa relación que mantenía con Jocelyn,
la madre más sobreprotectora que había conocido. Pero ahora se
habían cambiado las tornas. Desde la muerte de Valentine, Jocelyn había relajado su control sobre Clary hasta el punto de convertirse en una madre casi normal. Sin embargo ahora, cuando Simon estaba en casa, sentía en todo momento el peso de la mirada de su
madre, como una acusación que la seguía a dondequiera que fuese.
Se enderezó, dejó caer el macuto de tela junto a la puerta y se encaminó al salón dispuesto a enfrentarse a lo que fuera. El televisor estaba encendido, el telediario bramando. Michael Garza, el presentador
del canal local, informaba sobre una historia de interés humano: un
bebé que habían encontrado abandonado en un callejón junto a un
hospital del centro de la ciudad. Simon se quedó sorprendido; su madre odiaba los telediarios. Los encontraba deprimentes. Miró de reojo
el sofá y la sorpresa se esfumó. Su madre se había quedado dormida,
las gafas sobre la mesita, un vaso medio vacío en el suelo. Simon podía
oler el contenido incluso desde aquella distancia, seguramente era
whisky. Sintió una punzada de dolor. Su madre casi nunca bebía.
Simon entró en el dormitorio de su madre y regresó con una colcha de ganchillo. Su madre continuó durmiendo, con la respiración
lenta y regular. Elaine Lewis era una mujer menuda como un pajarito, con una aureola de pelo rizado negro, pincelado de gris, que se
negaba a teñir. Trabajaba durante el día para una organización
medioambiental sin ánimo de lucro y casi siempre vestía prendas
con motivos animales. Llevaba en aquel momento un vestido con un
estampado de delfines y olas y un broche que en su día había sido
un pez de verdad, bañado en resina. Mientras cubría a su madre con
la colcha, a Simon le dio la impresión de que su ojo lacado le lanzaba
una mirada acusadora.
Su madre se agitó entonces, apartando la cabeza.
—Simon —susurró—. Simon, ¿dónde estás?
Acongojado, Simon soltó la colcha y se incorporó. Tal vez debería
despertarla para que supiese que estaba bien. Pero entonces empezarían las preguntas que no quería responder y vería aquella expresión
de dolor en su rostro que no podía soportar. Dio media vuelta y se
encaminó a su habitación.
Se dejó caer sobre la cama y, sin siquiera pensarlo, cogió el teléfono de la mesita de noche y se dispuso a marcar el número de Clary.
Pero se detuvo un instante y se quedó escuchando el tono de marcación. No podía contarle lo de Camille. Había prometido mantener en
secreto la oferta de la vampira y, pese a que no creía estar en deuda
con Camille, si algo había aprendido en el transcurso de los últimos
meses, era que renegar de las promesas hechas a criaturas sobrenaturales no era en absoluto una buena idea. Pero deseaba escuchar la
voz de Clary, igual que le sucedía siempre que tenía un mal día. Tal
vez pudiera lamentarse con ella sobre su vida amorosa, un asunto
que hacía reír a más no poder a Clary. Se tumbó de nuevo en la cama,
se acomodó sobre la almohada y marcó el número de Clary.

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